Dios está en
todas partes. En el cielo, sentado en un trono de oro y arropado por todos los
ángeles, santos y demás. O en la Tierra, habitando sus enormes palacios de
piedra y mármol, de pureza y jerarquías. Y a veces, también lo podemos hallar
en otros lugares. Buscad en las lágrimas desconsoladas de unos padres que,
fervientemente creyentes, no vacunaron a su hijo pequeño, por miedo a corromper
su pureza infantil, y ahora es demasiado tarde. Husmead en algún juzgado de
abuso a menores, puesto que quizás, en los calzones del acusado, encontréis a
Dios. O iros a Irak, Siria, Birmania, a alguno de aquellos lugares lejanos,
habitados por marcianos, no merecedores, sin duda, de nuestra empatía, a ver
si, en algún cuello degollado, o en alguna mujer sometida al menosprecio, a
vivir una vida infrahumana, halláis a Dios.
Y estoy siendo
extremadamente falaz, puesto que sé, y entiendo, que Dios es mucho más que
esto. Pero a su vez, me estremezco al pensar, en ocasiones, como el bien que
este puede llegar a producir, se convierte en su salvoconducto, para seguir perpetuando
sus mayores y más terribles vilezas. Levantémonos, pues, contra Dios. ¿Por qué debemos
creer en Dios?
En realidad, ¿A
dónde quiero ir a parar, con estas líneas? ¿A qué páramo me llevarán, si sigo
adelante? Quizás, solo sea una leve sacudida, la de un prisionero desesperado
con liberarse de ardientes cadenas, salir de la mazmorra, y admirar el sol, sin
juicios y libre. Aunque liberarse de tal tirano, no debería ser demasiado
fácil. Sometidos al yugo del esclavo, ¿nos quedará algún atisbo de esperanza?
Dios es tan
complejo, tan lleno de falsas ilusiones, una nube borrosa de incongruencias y
mentiras, que acecharlo, o tan solo aspirar a ello, se convierte en una ardua
tarea, en un descenso al inframundo, sin posibilidad de volver a salir.
Deberemos concentrar nuestro poderío en un punto, aglutinar nuestra energía en
aquel lugar, para entonces, clavar nuestro aguijón y socavar, con firmeza, al
gigante con pies de barro, al ser soberbio que nos subyuga, y nos obliga,
sumisos, a vivir debajo de sus alas. ¡Basta, más, no te necesitamos!
¿De dónde
venimos? ¿Qué somos? ¿Por qué existimos? ¿Hacia dónde vamos? Estos, y solo
estos, son los pilares de Dios. Si los destruimos, llenándolos de luz y razón,
limpiándolos de las telarañas de fe y credulidad, habremos vencido. ¡Empecemos!
Venimos de la
nada, y no debemos avergonzarnos. Somos hijos del azar y la necesidad, como
dijo alguien una vez, o polvo de estrellas, como exclamó otro, sabiamente y
alegre de conocer, su conexión, con el resto del Cosmos. El sueño ataráxico de
nuestro “antes”, debería, justamente, tranquilizarnos para el “después”. Y ser,
para a continuación desvanecerse, no tendría que resultar un problema para
alguien que, piensa, y luego existe.
¿Por qué
menospreciamos nuestro nacimiento, nuestra “no” creación por nadie, si
justamente, eso la hace maravillosa? Ser el resultado de la evolución, sin guía
ni objetivo, hacia ninguna parte, sin la esperanza de culminar nada, solo
selección y casualidad… ¿No es extraordinario, llegar a conocerse, para
entender, al final, que no somos aquel hijo prometido, sino, únicamente, una
rama en la copa de un árbol, quien, presumida, se observa en un lago, pensando,
¡Oh, pobre ilusa!, que es única e importante? Y después, hallar, con sorpresa
¿y temor?, que se encuentra en un bosque, acompañada de más ramas, cada una
diferente, única, y semejante, pero sobretodo, libre de cualquier guía o ente
corrupto, deseoso de tomar las riendas, y rebajarla a una simple creación. No
abandonemos nunca, pues, el bosque de las ramas, allí somos libres, y en sus
brazos, no.
Llegamos al
término de nuestro viaje. Pero recuerda, antes de partir, unas pocas premisas más,
deberás recordarlas, para protegerte de él.
Aparecimos, no
nos crearon. Y eso es asombroso.
La belleza de la
vida no son los elementos que la conforman, sino la forma con la que estos
están dispuestos. Debemos nuestra complejidad al azar, y fue la selección
natural, a ciegas, quién nos construyó, amontonando las piezas unas encima de
las otras, y ese aparente desorden, nos hace admirables.
No hay nada
despreciable en existir sin horizonte ni finalidad. Construirlo es decisión de
cada uno, y ninguna opción que tomemos será la correcta, aunque hacerlo, puede
ser divertido.
Temer aquello que
nos es desconocido es natural e incluso razonable, pero vigila, no te dejes
engañar; el camino, siempre es mejor que la posada.
Y si Dios te
tienta con un abrazo, no cedas, amigo, a sus finas palabras, lucha contra su
poderío, y donde él siembre su fe y sus promesas, esparce tu incertidumbre, y
donde él grite sus milagros, abátelo con tu desconocimiento, y cuando caiga,
abatido por el cansancio, sorprendido de tu resistencia, remátalo, con la duda,
pues para eso somos inteligentes, para dudar de todo.
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